El régimen negaba a las mujeres y niñas los derechos civiles básicos, como educación, salud, asistencia médica, trabajo
Tenían prohibido consultar a un médico varón, y las médicas no podían trabajar. Tampoco podían salir de sus casas sino estaban acompañadas por un pariente varón.
Los talibanes habían prometido paz y seguridad después de dos décadas de guerra y violencia, pero lo que les dieron fue presión. El actual gobierno presidido por Hamid Karzai, había prometido construir una nación en las que se garantizara a las mujeres los derechos.
Y desde que empezó la guerra, en octubre de 2001, Estados Unidos prometió 15.000 millones de dólares para ayudar a la reconstrucción del país, pero hasta ahora sólo se distribuyó un tercio de esa cifra.
Los afganos confían la seguridad a tropas extranjeras hasta que se establezca su propio ejército, y en la ayuda externa para ingresar en el siglo XXI. Pero las mujeres han descubierto que su esperanza de un nuevo Afganitán está muy lejos.
Deben luchar contra un patriarcado de siglos, que la guerra ha arraigado, y las pocas que han logrado empezar o retomar sus carreras son voces aisladas en un mundo de hombres.
Pero no se rinden.
La ley patriarcal
"Me temo que estaremos aquí mucho tiempo", dice Rahima, de 35 años, mientras se acomoda el velo y alza a sus dos mellizas. Aquí es la cárcel de Kabul para mujeres donde Rahima pasa sus días con otras 28 afganas y sus respectivos hijos, que son encarcelados con ellas.
Rahima dice que fue a prisión por negarse a casarse con su cuñado después de la muerte de su esposo,rechazando así la costumbre tradicional afgana.
Huyó de la casa de su familia política y su cu ñ ado la hizo arrestar. "Muchas se fugan de sus casas con un hombre y, para un gobierno islámico, ése es un gran delito", dice Khatol, la guardiana, que ha trabajado diez años en la cárcel.
"Me entristece verlas aquí, pero cometieron errores. Deberían haber tenido matrimonios verdaderos, no por amor." Aun en la relativamente cosmopolita Kabul las mujeres todavía cumplen, por costumbre, algunas de las reglas más represivas de los talibanes: muchas siguen usando el burka, un velo que las cubre de la cabeza a los pies, y casi todas necesitan el permiso de su esposo para consultar a un médico.
Fuera de Kabul, sufren aún más.
Temor por la vida Leila Achakzai, de 26 años, vive con su esposo, Fahim, en la casa de su madre en Kabul. Lella, que está a punto de tener su segundo hijo, dice que no tiene médico y que no sabe dónde dará a luz.
Aunque nació y creció en Kabul, jamás ha podido salir de su propio vecindario, de modo que la ciudad es para ella un misterio amenazante.
Cuando una mujer está embarazada, los afgailos dicen que está enferma. En la Maternidad Malalai, la mayor del país, las mujeres son dadas de alta pocas horas después del parto por la enorme demanda de camas.
Pero el 97% de las mujeres afganas da a luz en sus casas porque tienen prohibido consultar a médicos varones y casi nunca disponen de medios de transporte para llegar a un tratamiento médico.
Un informe reciente de Médicos por los Derechos Humanos indica que el 40% de las mujeres que mueren durante su período de fertilidad es por complicaciones en el parto.
La Maternidad Malalai está rodeada por un muro de cemento construido por los talibanes, con dos ventanucos diminutos. Del otro lado acampan los hombres que esperan a las mujeres internadas; sigue sin permitírseles entrar, como durante el gobierno de los talibanes, y hablan con sus esposas por los diminutos ventanucos.
"El régimen talibán ya no está -dice Suraya Dalil, una médica afgana que participa en la Iniciativa Maternidad Segura, de Unicef-, pero su muro sigue en pie."
Nuevas libertades
Algunas mujeres de la ciudad empezaron a asistir a la escuela, a sus trabajos, o a ir de compras sin la compañía de un hombre, pero son minoría. Han sido testigos y víctimas de los cambios más drásticos durante las décadas pasadas.
En la década del 60 tenían trabajo, educación, representación en el gobierno, opciones; durante el mandato sin ley del gobierno talibán, sus derechos fueron más y más restringidos.
Nazyfa Satar, una ginecólogo especializada en Paquistán, regresó a Kabul en abril. Había huido en 1991, después de que los mullahdin allanaron su casa, golpearon a su padre y su hermano casi hasta matarlos, robaron todas sus pertenencias e intentaron encontrar a Nazyfa y a su madre, presumiblemente para violarlas y secuestrarlas.
Afortunadamente, las dos mujeres se habían ocultado en la casa de un vecino y no fueron halladas. Pero la doctora Satar regresó porque desea ayudar a su gente, y divide su tiempo entre el hospital Maywand, en las afueras de Kabul, y una clínica que dirige en la aldea de Tangi Saidan, a una hora de la capital.
En esta última, inaugurada en julio de 2002 con fondos de la Fundación Internacional para la Esperanza, Satar atiende hasta 150 pacientes por día. "Me levanto a las 5 de la mañana y trabajo hasta medianoche", dice.
En las reuniones con los ancianos de la aldea y los miembros de la fundación, la doctora Satar se encuentra flanqueada por grandes hombres de barba, y puede hablar en presencia de ellos, pero sólo cuando le formulan una pregunta directa.
los códigos culturales. Una trabajadora del Comité Internacional de Rescate contó la historia de una aldeana que le dijo que deseaba que volviera el régimen talibán.
"Pensaba que entonces había igualdad -dice la trabajadora-, que los talibanes habían devuelto a su lugar a las mujeres educadas. Las mujeres rurales no sufrieron más de lo habitual en ese período.
" Lo que las mujeres rurales de Afganistán todavía no advierten es que su sufrimiento sólo se apaciguará con ayuda de mujeres como la doctora Satar, que aprovechan al máximo la pequeña libertad que se ha abierto para las mujeres del país.
"Durante la época de los talibanes, creí que perderíamos a nuestro país -dice la doctora Satar-. La gente es pobre y no puede mantener a sus familias, pero las mujeres son más felices.
Sienten que otra vez son seres humanos."
Verdaderas esperanzas
Los hombres no son los únicos que se resisten al cambio de los códigos culturales. Una trabajadora del comité internacional de Rescate contó la historia de una aldeana que le dijo que deseaba que vuelva el régimen talibán.
Pensaba que entonces había igualdad, dice la trabajadora, que los talibanes habían devuelto su lugar a las mujeres educadas. l as mujeres rurales no sufrieron más de lo habitual en ese período.
Lo que las mujeres rurales todavía no advierten es que su sufrimiento solo se apaciguará con la ayuda de mujeres como la Dra. Santar, que aprovecha al máximo la pequeña libertad que se ha abierto para las mujeres del país.
“Durante la época de los talibanes creí que perderíamos a nuestro a país- dice la doctora – la gente es pobre y no puede mantener sus familias, pero las mujeres son más felices.
Sienten que otra vez son seres humanos.
MADRID.- Se puede tener una idea a través de fotos y documentales, pero en mi caso nada de eso superó el primer contacto directo que tuve con una mujer que vestía una burka.
Fue hace ya más de dos años, cuando cubrí la guerra de Afganistán, pero no lo olvido la larga túnica celeste que caía con ruedo desparejo y Oue, en su paso, arrastraba el barro de la calle siempre parece haber barro y polvo en esas callejas- y la rejilla a la altura de los ojos por la que no supe si descubrió la impertinencia de mi curiosidad ante aquella visión reveladora de un abismo entre culturas.
instuí que era una mujer joven, pero no puedo decid o con certeza. Luego vi otras muchas, muchísimas. Huidizas, casi siempre temerosas ante el intento inicial por establecer contacto.
En lo personal, comprendí que la burka es muchas cosas, pero también una metáfora del abismo cultura entre el llamado mundo árabe y Occidente y del que sólo se conoce la epidermis.
La incapacidad de ir más allá de la suerte corrida por ese espantoso vestido es nuestra propia burka, tan asfixiante como la que aún usan las mujeres afganas y tan limitante, sólo que -en nuestra certeza de superiores- menos evidente que ese género tosco y opresor.
Las mujeres de Afganistán sufren mucho más que una burka.
Tienen hambre, carecen de escuelas para sus hijos, de médicos y hasta de agua. Sus hombres mueren como moscas en una guerra que aún no terminó, por mucho que Washington diga lo contrario, y que desangra una tierra seca que antes fue próspera y que ahora, entre lo poco que tiene, figuran enormes campos de cultivo de droga.
Sé sabe que muchas de esas mujeres se pondrían no una sino mil burkas si pudieran dar respuesta al ruido de la panza de sus hijos, iluminar el analfabetismo en el que crecen y arrasar con las infecciones que se los llevan.
Lo peor de todo es que Occidente sólo mira la burka.
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